Dialektik is a non-profit cultural association focused on the programming of club nights and live performances. Aiming to claim the transformative power of music as a producer of reality and its value as an interpretative instrument, critically recognising its plural and transversal character, it is always in commitment to alternative, innovative proposals and issues of social interest.

CuratorCarlos Añón

Visual CommunicationPablo Huertas

AssistantIñaki Abrego (2022–)

Dialektik

It is the true message in the bottle

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Estratos del tiempo at Octubre CCC

27.03.2024

«Estratos del tiempo» es una metáfora geológica utilizada por el historiador alemán Reinhart Koselleck, autor del libro homónimo, para referirse a la «pluralidad de planos temporales, cada uno con duraciones variables y origen divergente, que sin embargo están simultáneamente presentes y son efectivos». Consideramos, pues, el tiempo no como un asunto para disputaciones metafísicas ni como un concepto perteneciente a las ciencias naturales, sino como un concepto relativo a las ciencias sociales, concretamente a la Historia (Historik) como teoría de las condiciones de las historias posibles, siendo «estratos de tiempo» la teoría de los tiempos históricos. Para un sujeto, estas capas son la manifestación formal de los modos en que se ordena la experiencia y se construyen las expectativas, determinadas y cristalizadas en conceptos. Pero, en una sociedad entendida como un todo, la multiplicidad de cristalizaciones que atraviesan cada concepto histórico como historia sedimentada produce la «contemporaneidad de lo no contemporáneo», la interpenetración de pasado, presente y futuro. La teoría de los «estratos del tiempo» niega una Historia unívoca, construida linealmente, y presupone la existencia de múltiples historias, relacionadas a través de anticipaciones, retardos, imitaciones, repeticiones, inversiones, retrogradaciones, digresiones, desarrollos, resonancias, sincronizaciones, contrapuntos, décalages.

¿Por qué pensar históricamente ahora? Las últimas décadas han estado marcadas por un presentismo que anunció el fin de muchas cosas: de la historia, de la temporalidad, del sujeto, de las clases sociales, de los grandes relatos, del arte. Fue también el fin del futuro modernista contenido en la gran idea de progreso, reducida hoy a una ingenua fantasía tecnoptimista hi-tech, reflejada críticamente en la manida sentencia de que «es más fácil imaginar el fin del mundo que imaginar el fin del capitalismo». Lejos queda el vertiginoso dictum de Paul Valéry según el cual el futuro ya no es lo que era (la triste alusión a éste en el álbum de Leyland Kirby sólo puede leerse a través de los giros irónicos característicos de la hauntología), por no hablar del viejo topo de la revolución, que sólo nos acecha como un espectro cada vez más etéreo. En cierto sentido, parece que nuestra época ha ralentizado y congelado el reloj de la historia, cerrando el abismo que, en la modernidad, separaba el recuerdo y la esperanza o —por utilizar las categorías metahistóricas de Koselleck— el «espacio de experiencia» y el «horizonte de expectativas».

Sin embargo, esta aparente parálisis del tiempo histórico no se percibe como quietud y sosiego; muy al contrario, la mutación de la sensibilidad y la cognición producida por la hiperaceleración digital se recibe en buena medida como el aturdimiento y el cansancio que Meursault, el protagonista de El extranjero de Albert Camus, experimenta en el locutorio de la cárcel: «El ruido me hacía daño». ¿No estará acaso el flujo infinito y constante de información en el ciberespacio produciendo efectos análogos a los que Guy Debord, en una de sus hermosas oraciones, atribuye al espectáculo como capital en tal grado de acumulación que se convierte en imagen, o a la sensación de estasis que ofusca al oyente cuando se enfrenta a las frenéticas y apabullantes composiciones seriales? En estos sistemas, sea el espacio-tiempo abstracto del capital, su desarrollo ciberespacial o el serialismo, el sujeto alienado obedece severamente a leyes que ya no controla en absoluto. Exhaustos, desorientados, frustrados, apáticos, nerviosos, atemorizados, ansiosos o deprimidos, la incapacidad de procesar y representar la polución semiótica que nos envuelve produce efectos patológicos. Pero Meursault escucha y recuerda desde su celda los sonidos de un mundo que merece la pena ser vivido.

Afortunadamente, el último siglo y medio nos permitió escuchar las proclamas hasta entonces silenciadas de esos otros ocultados por el imperialismo o el patriarcado, así como asistir a diferentes intentos por reconstruir los quiebros de la memoria colectiva a partir de los vestigios materiales de una cultura, recordándonos que nuestro «espacio de experiencia» puede revitalizarse con el «horizonte de expectativas» del pasado. Pero la globalización, el correlato político del sistema económico mundial, cambió la categoría del tiempo por la del espacio y sólo paradójicamente facilitó la proliferación de esos discursos tan urgentes mientras negaba sus posibilidades emancipatorias. Sin embargo, el capitalismo parece estar resquebrajándose.

Para legitimar y perpetuar el estado de cosas actual, su correlato cultural o sociedad del espectáculo —que sólo en el capitalismo tardío encuentra progresivamente las condiciones de posibilidad de su dominación a través de los insondables mecanismos de control y vigilancia prefigurados por Kafka— despliega dos puntos programáticos fundamentales. Primero, la negación de la historia, en la que todo es proceso y lucha. Segundo, la estratagema de la representación del mundo como cornucopia, un inagotable proveedor de bienes, servicios y pasatiempos. Los medios de comunicación difunden la narrativa de una sedicente ciencia económica —y toda su ideología y filosofía del individuo autónomo y autodeterminado— que anuncia la falsa inevitabilidad e inmutabilidad del sistema, y las redes sociales simulan falsas comunidades que nos alejan de nuestros semejantes, mientras desde ambos flancos se bombardea a la población con ruidosas fake news. Pero, en un nuevo movimiento virtuoso, el espectáculo logra ocultar la lógica económica que aumenta la desigualdad, acelera la catástrofe ecológica que se avecina, convierte a las personas en mónadas, normaliza los problemas de salud mental y silencia o distorsiona el sonido de los proyectiles del tenso contexto geopolítico.

El único modo de detener la mercantilización y la espacialización del tiempo es reanudar el reloj de la historia. «¡Historizar siempre!» (Fredric Jameson). Pero no podemos olvidar, como señaló Marx, que debemos «dejar que los muertos entierren a sus muertos», poniendo el futuro en primer término. Esto no podrá lograrse sin un audaz movimiento asincrónico que contrarreste el agotamiento de la imaginación teórica y la cancelación de nuestra capacidad prospectiva. Achim Szepanski escribe: «When non-frequency-politics listens to the clock, it does not hear the uniform tic tic, tic, but it hears tic – toc – fuck the clock».

Conscientes de que el tema es de proporciones descomunales, hemos tratado de ofrecer tres formas distintas de vivir y concebir la temporalidad hoy, tres historias de entre las muchas posibles que pueden contarse en la agitación de nuestro tiempo. Quién sabe si tendremos ocasión de ahondar en algunas de esas otras historias en un futuro que se aleja cada vez más hasta desvanecerse.

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